martes, 29 de enero de 2013

TEPOTZOTLÁN, PUEBLO DE CUENTOS


A principios del mes de enero del presente año, fue premiado en el monumental teatro Macedonio Alcalá de la bella ciudad de Oaxaca el libro La Venganza de los Aztecas. Mitos y profecías en cuyo contenido existen dos cuentos dedicados a nuestro municipio, “Tepotzotlán (corazón de monte jorobado)” y “San Miguel Cañadas”. Ambos abrevan de la literatura más antigua del pueblo: la literatura oral. Sin embargo, son más que simples recopilaciones de leyendas y mitos, pues también están presentes monumentales crónicas como los Anales de Cuautitlan y La Leyenda de los Soles, así como una extraña obra facturada por Vicente Riva Palacio y Manuel Payno que lleva el siniestro título de El libro rojo. Uno de sus capítulos afirma que poco después de la conquista de Tenochtitlan, cuando apenas se estaba consolidando el dominio hispano, sobre las ruinas de la antigua capital mexica, durante angustiosos minutos aparecieron tres soles que alumbraron en el cielo de manera tremenda. Según las noticias de la época, que recogieron Riva Palacio y Payno, no hubo una explicación al fenómeno, pero se tomó como un vaticinio funesto. Esta anécdota sirve de cimiento para el cuento “Tepotzotlán. Corazón de monte jorobado”, donde los avezados reconocerán además al numen Tezcatlipoca.


TEPOTZOTLÁN

(CORAZÓN DE MONTE, JOROBADO)


i
Por el oriente, durante la madrugada, aparecieron una, dos, tres esferas en el cielo. Ardían apenas, tenues, como carbones encendidos. El presagio aterró a los despiertos que se hacinaron en la plaza mayor de la recién destruida Mexico. Tres soles iguales. Y de entre los tres ¿cuál era el que tantas plegarias y oblaciones había recibido de la humanidad? Para los teólogos fue mirar a Dios flanqueado por dos fantasmas idénticos.
Al mediodía, aquel triple portento brilló en las cúpulas de las iglesias y la catedral. Una lumbre etérea amenazó con ahogar a los cientos de testigos. A la una de la tarde el sol que apuntaba al septentrión y el sol del costado sur, comenzaron a ponerse negros, igual a espejos humeantes. El del norte se apagó a las dos; el del austro sufrió la misma suerte a las tres. Al centro quedó la verdadera bola de fuego: Enorme. Desplegaba sus tentáculos de luz, acercándose a la tierra.

ii

            Parecía un borracho, cojo, vestido de pordiosero. Profirió palabras, susurros y los dos falsos soles se ennegrecieron. Quiso hacer espanto en la gente y durante la  madrugada, aquel rengo fabricó los signos, dos soles falsos: un gran acto de magia. Al final, a la una en punto de la tarde, cansado, bajó la cabeza, recitó los conjuros y se apagaron sus falsedades. Dispuso la partida. El rumor de la muerte bramaba en aquel instante por doquier y le exaltó el pecho descarnado: lejos escuchó graznar a una garza, el romper de una ola, el chasquido de un cuchillo contra la piedra. Sonidos de otra época.

Caminó por el rumbo del ahora San Hipólito. La matanza aún se olía allí. La sangre no se borraba del polvo; ni del viento los aullidos de cadáveres. La vieja calzada terminó cerca de Tlacopan. En Azcapotzalco, el pordiosero se cubrió con un manto de tigre y escogió las veredas serranas del norte. Luego de monte tras monte tras monte, detuvo la carrera varias leguas después, al pie de un cerro encorvado.
En tiempos de la sangre, aquel cerrito lo rigió un hombre contrahecho: se enfrentó a los españoles y murió despeñado en su propio templo. Desde la cima del cerro se miraban las casas en ruinas de ese antiguo gobernante; sobre esas ruinas una absurda ermita resguardaba la cruz de palo. El rengo tiró a un lado su manto; la noche se anunciaba; la luz de la luna alumbró su cojera: un pedazo de hueso pelado, pierna de calaca…

iii

            …la pierna de la muerte misma: así la vio en su sueño José Quinatzin, hijo del gobernante jorobado. Aunque era profundo su cansancio despertó al momento. La noche parecía tranquila: ruidos de cigarras, sapos, ramas crujiendo. Quinatzin reconocía las calamidades y sus signos. De niño miró cometas, augurios de nigromantes, a su padre rodar por las escalinatas del tecpan, con un hacha clavada en la jiba.
Su corazón de anciano noble, corazón de príncipe, se turbó ante la presencia de esos tres soles aparecidos en el cielo aquel día: Peor incertidumbre sintió ante el cojo de la pata de calavera en su sueño. Supo, por supuesto, de cuál Dios se trataba. No durmió. Salió de su choza y escuchó el lánguido correr del río; contempló la vereda alumbrada por la luna llena. Unos pasos lo alertaron. Algún animal venía por el extremo oscuro de la brecha. José Quinatzin se estuvo quieto. Apareció un coyote; el fino pelaje se plateó con la luz lunar. Husmeaba con el hocico en la tierra. Avanzó con pasos seguros. El hombre creyó que el animal desaparecería en las tinieblas. El coyote se detuvo. José Quinatzin abandonó su escondite y lo enfrentó; al acercarse, el animal trotó unos metros. José lo persiguió, el coyote se hizo de lado y así se tantearon un rato por la ribera del riachuelo. José quiso adelantarse por un atajo y dio vuelta en cierto recodo.
Ya no encontró al coyote pero sí a un hombre, el cual, al caminar, hizo evidente su cojera. José se paralizó al sentir cerca aquél bulto; debió quedarse, constatar que era el Pierna de Calavera…Quinatzin huyó sobre sus pasos. Al llegar a casa la fiebre le cortaba el cuerpo. Apenas alcanzó su lecho. Así lo encontraron en la mañana, ardiendo en calentura. Por más remedios que le aplicó el médico no hubo mejora.

iv

Amaneció: Pudo arder otros tres soles, pudo aniquilar la ciudad, crecer las aguas del lago, teñirlas de sangre… no; allí tenían su sol, amaneciendo de nuevo, se los regalaba. El mundo para él dejó de ser. Sin ritos de sangre, sin poesía de guerra, sin noches de locura, su espíritu lentamente retornaba a los ecos de la montaña, al ruido del follaje, al misterio del tigre…
..…un sendero de rocas: lo siguió hasta llegar al barranco; descendió por los agrestes muros; abajo un río avanzaba pesadamente en la garganta. Agua cristalina. Distinguió dos cuerpos sacudidos, ondulados por la corriente. Con unas ramas los sacó. Eran dos víboras de cascabel. Muertas. Las extendió en la arena, sus crótalos resonaron. Qué bellos animales, pensó el Cojo. Ambas tenían los ojos en blanco. Se propuso encender un fuego para quemarlas; en ese momento, percibió una agitación en el agua. Dio vuelta. Observó en la superficie un cuerpo oscuro moviéndose con suma delicadeza. Era un pez. Paseaba al ras de la arena dejándose calentar por el sol. El Rengo lo siguió: envidiaba el mundo pacífico en el que ese animal se movía; añoró el reino acuático. Se sintió cansado, dispuesto a vivir de la melancolía. Su eterno corazón, lloró.
 
Aquel pez se detuvo donde un rayo del sol penetraba el agua y hacía brillar la arena como un tesoro. El Cojo necesitaba ese cuerpo y como dios que era lo ocupó. En el minuto siguiente sintió el sol de agua calentar sus escamas, abrió los ojos: el mundo cristalino de las profanidades, concierto de luces y sombras azules, no fue más un misterio. Recorrió de punta a punta el estanque. Las criaturas que allí habitaban sí lo reconocieron y se postraron inmóviles a su paso. Debía partir y se acercó a la orilla. Entonces una sombra se movió en la playa. Alzó su cabeza de pez, divisó la imagen distorsionada de un hombre...

v

El hijo pequeño de José Quinatzin preguntó a los otomites de Capula el remedio para su padre. Ellos le describieron una medicina simple. En cuanto la supo, preparó su arpón y por la mañana agarró monte. En una charca singular, surtida por un ojo de agua manado de las peñas serranas, encontró aquella carpa de buen tamaño. La acechó en la orilla. La dócil presa pareció entregársele. Su arma atravesó el cuerpo del animal y lo atrajo. Afuera del agua el pescado se agitó un poco, manchó la arena de sangre. El asesino, hijo de indio y española, no sabía quién era el coyotecarpa, el tigre, el humo mágico. En los lindes del cerrito jorobado aquel mestizo, antes de hacer llegar el remedio a su padre, se topó entre los huizachales al cadáver húmedo de un pordiosero, pierna de hueso, el corazón atravesado por una lanza.
 

 




*Si desean adquirir el libro La venganza de los aztecas. Mitos y profecías pueden buscarlo en todas las librerías del estado de Oaxaca pertenecientes a la Seculta. En Tepotzotlán puede adquirirlo en El Sitio Maya, Carretera Arcos del Sitio s/n, Pueblo de San Miguel Cañadas, Tepotzotlán, Estado de México, teléfono 59960382. Para la Ciudad de México y resto del país pueden hacer sus pedidos al correo electrónico paraelconcursoliterario@hotmail.com
 
**La última imagen del cuento fue realizada por el artista visual Federico Ruiz  






1 comentario:

  1. Hola soy Marisela de los recorridos de Historias y leyendas me interesa adquirir el libro, me lo podrían llevar al centro de Tepotzotlán algún fin de semana que me encuentro ahí...gracias mi tel 16681084

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